La pastilla verde

Por Juan Leyes

Lo único que no recuerdo con exactitud es si sucedió la vez que encontré un preservativo usado detrás del armario de librería. Pero sucedió. Fue una de las tantas veces que barrí el piso de la celda que usábamos como  aula en el instituto de minoridad Nuevo Sol del Complejo Esperanza. 

Ese día barrí entre los bancos, como cada jueves: colillas de cigarrilos, envoltorios desechados de nylon negro despojados de picadura de marihuana, papeles de golosinas, pedazos de galletas y el resto de un blister sin cápsulas. 

Como en cada ocasión, antes de la clase de Lengua y Literatura esperé a los estudiantes. Mientras tanto despuntaba el otoño en Córdoba durante el año 2015, y antes barrí. Porque el lugar de cátedra, un día previo a mi clase, era además la sala de visitas según lo había decidido algún directivo de la institución. 

En aquel entonces el espacio académico era un sitio en disputa, y cuando no se dictaba comprensión de texto u operaciones matemáticas, había tertulias de las que participaban los adolescentes, sus familias y parejas que venían una vez a la semana a traer el bagayo, las novedades de la calle y un poco de cariño. 

La crónica dirá que el Gobierno de la Provincia de Córdoba, tutor de los jóvenes en conflicto con la Justicia, ya erigió un espacio áulico acorde. Pero aquella vez, en Nuevo Sol, el salón de clase era un campo de guerra entre profesores y funcionarios de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia que habían decidido que estos chicos no podían salir fuera del instituto a tomar clases en otro espacio más allá de las pesadas puertas de metal. 

Mientras observaba la tableta de pastillas maltrecha y sin marcas que estaba entre la basura entró el “Mataperros”. Tenía el pelo ensortijado, y no más de 17 años.

El preceptor cerró la puerta con pasador, del lado de afuera. El joven se sentó y charlamos. En realidad, el que más habló fui yo. Desconocía su nombre -faltaban unos minutos para conocer su apodo- pero tampoco sabía acerca de sus experiencias con la escuela. Necesitaba arrancarle algunos datos para poder ayudarlo a reconectar con los estudios. 

El “Mataperros” no hablaba, balbuceaba algunas respuestas y de tanto en tanto miraba hacia la puerta. Era la primera vez que el chico caía preso y se notaba. El miedo en los ojos era la confirmación de por qué llevaba la lengua entumecida.

El pupitre que eligió estaba en la mitad de la sala. Solo, rodeado de sillas, se aferró a un lápiz y a un par de hojas rayadas número dos que le pasé. Prometí que le conseguiría una carpeta, pero esto dependía de si se prolongaba o no su estadía entre rejas. Nadie más que mis estudiantes deseaban no tener una carpeta ahí, porque tenerla era la ratificación de que el juez de menores había decidido extender la temporada de encierro. 

En silencio, así estábamos el “Mataperros” y yo, a 19 kilómetros del centro de la ciudad capital de Córdoba, en el campo de Bouwer, rodeados de metros de cerco perimetral y púas, guardias del servicio penitenciario; paredes de cemento enrevesadas para conformar una estructura hexagonal, lejos de las ventanas distantes a más de 120 pulgadas y la luz tímida de la mañana. 

Complejo Esperanza es el nombre que recibió de algún buen eufemista. Allí, a los edificios que alojan decenas de adolescentes, en ese tiempo se los llamaba Pasos de Vida, Horizontes, San José y Nuevo Sol. Era mala palabra decirle «cárcel de menores» o «correccional» a este recinto al que se lo había bautizado como instituto socioeducativo. A los chicos no se los castigaba, sino que hacían “conducta”, y por eso en ocasiones no venían a clase. Otras veces la excusa que ponían sus tutores era que los jóvenes se habían quedado dormidos o no tenían ganas de estudiar, según el compromiso o la desidia de la guardia de cada módulo. Lo cierto es que en muchas otras oportunidades las píldoras que entraban a la institución habían causado efecto en varios de ellos. 

La crónica dirá también que las autoridades tomaron medidas para controlar el ingreso de estupefacientes requisando a los visitantes, pero en aquel tiempo igual pasaban. Un adolescente contó que un empleado del complejo les proveía grageas, otro que los pibes caídos por narcotráfico eran surtidos por sus familiares durante la hora de visita y así aprovechaban para abrir una boca más de expendio para su negocio. Clientes cautivos.  

Vaya a saber qué cápsula diezmó a mi alumnado aquel día. Por eso ese jueves, después de la jornada de visita, sólo tendría dos estudiantes en lugar de 10, uno de ellos el recién llegado “Mataperros”.

Podría haber entrado cualquier otro, pero ese día entró Maxi*. Se escuchó el pasador, esta vez en sentido inverso, y tras el rechinamiento de bisagras vino el saludo. 

-Hola maestro.

Los ojos de Maxi estaban aguados. Apenas alcanzó a registrar que había otro joven allí. También balbuceaba, pero no por miedo o timidez, algo fluía en sus venas. Maxi estaba allí desde el año 2014, precisamente desde el 9 de febrero, la vez en que lo detuvieron porque un día antes mató a María Deolinda Valverdi. 

La mujer había muerto “abrazada a la cartera”, según me contó una vecina. En la madrugada de ese verano, cerca de las 6.30, Valverdi salió de su casa de la manzana cuarenta del barrio IPV Argüello en la capital de Córdoba y cruzó la avenida Oscar Cabalén a la altura del 6.900 para esperar el colectivo en la parada de la línea A7. Iba a trabajar para darle de comer a sus ocho hijos, pero tuvo el infortunio de encontrarse con Maxi y un cómplice en esa parada. Estaban armados. 

Deolinda corrió a pedir ayuda, dio vuelta a la cuadra, pero Maxi y su amigo iban en moto y la alcanzaron, primero dispararon cuatro veces sin acertar y se les acabaron todas sus balas. El joven -que ahora advertía otra presencia en el aula más que la del profesor- aquella vez sin dudarlo bajó de la moto, persiguió a Deolinda y le pegó con la culata del arma en la cabeza hiriéndola de muerte frente a la puerta del jardín de la casa 9 de barrio Sol Naciente. 

-¿De qué barrio sos vos?-, le preguntó Maxi a su nuevo compañero de aula. 

Silencio.

-¡¿De qué barrio sos vos, guacho?!-, repitió, y ante la falta de respuesta elevó la voz a un tono inquisitorio.

-De los 40 Guasos-, respondió. 

Podría haber entrado cualquier otro adolescente al aula, pero entró Maxi, que conocía la noticia y de inmediato se paró desafiante. 

-¿Vos mataste a un perro?-, preguntó elevando su mentón. “Mataste a un perro”, confirmó ante el silencio tenso. 

-¡Parate!.

Nadie pega a uno que esté sentado en el Complejo Esperanza. En la jerga carcelaria eso sería “arrebatar”, y arrebatar, siguiendo esa filosofía, es de cobarde. Pero el otro chico no se levantó, apretó fuerte el lápiz como quien empuña un arma blanca y no le quitó la vista de encima a su acusador, ni siquiera dejó de mirarle los ojos aún cuando el otro se le arrimó a escasos centímetros del cuerpo. Tampoco cuando mandé a Maxi a sentarse y éste me respondió  convencido en su argumento: 

-Pero este es un mataperros maestro, mató a un perro ¿cómo va a matar un perro?

Se sentó y masticó bronca. Sus ojos pasaron de aguados a encendidos. El “Mataperros” no le sacaba la vista de encima, quizás había advertido que Maxi tenía un secreto bajo el pupitre. Durante las visitas, algunos chicos aflojaban las piezas de las sillas para fabricar armas. Y este pupitre, entre las patas, tenía una parrilla de metal que servía para posar los útiles. Una de las varillas estaba a punto de partirse, y Maxi la manipulaba, como si fuese una palanca, para arrancarla. 

-Es mataperros. 

Días antes de la clase un video había circulado en las redes sociales. En él se observaba que un encapuchado asesinaba a un perro a cuchillazos, torturaba a otro con una botella y luego seguía vejando a un pollo hasta matarlo, un cómplice filmaba la escena macabra. Las imágenes circularon hasta llegar a una vecina que hizo la denuncia policial y se inició una investigación que terminó con la detención de dos muchachos de 16 y 17 años. En ese momento esos videos estaban siendo analizados por el Juzgado de Menores de Sexta Nominación. 

Mientras tanto, el “Mataperros” debía permanecer un tiempo bajo custodia en los términos de la Ley Sarmiento que en Argentina pena con 15 días de prisión a quien comete maltrato o crueldad con los animales. 

A mí no me había tocado cubrir esa noticia como sí lo había hecho con el asesinato cometido por Maxi un año atrás. Desde luego, ellos no sabían que yo sabía lo que habían hecho, jamás se los preguntaba, en ese lugar era apenas su profesor para la terminalidad de la enseñanza secundaria, pero lo sabía. 

-No estamos acá para juzgar a nadie, estamos para aprender-, atiné a decir cuando advertí que se había acrecentado la maniobra para arrancar la varilla de metal de la silla. 

El “Mataperros” apretó el lápiz con más fuerza sin quitarle los ojos de encima a Maxi que solo miraba fijamente el pizarrón y jalaba. Yo observé el movimiento del hierro y lo apercibí cambiando el tono de voz: 

-¡Maxi!

Él sabía que su puñal en ciernes ya no era un secreto, pero siguió. 

-¿Cómo vas a matar a un perro?-, repetía cada tanto, cada vez con menos fuerza en la voz. 

El lápiz del “Mataperros” estaba a punto de quebrarse, la varilla de metal presta a desprenderse de su sitio. Cada objeto se hubiera transformado en un arma, pero algo sucedió: Maxi cerró los ojos.

Pasó de la euforia a quedarse dormido en la silla, su mano soltó el metal, y un hilo de baba le colgaba apenas por la boca. El preceptor se lo llevó, no estaba en condiciones de estar en clase y yo consideraba que estaba más para un hospital, pero la decisión dependía, como siempre, de un superior que tenía a su cargo la custodia. 

Ese día casi no hubo avances en clase. 

Me quedé junto al “Mataperros”, intenté que hiciera unas tareas, pero seguía nervioso y cada tanto miraba hacia la puerta. Al salir pregunté por Maxi y alguien comentó que seguramente lo había doblegado alguna pastilla, quizás la verde, la que los chicos llaman reynol, la que el vademécum cataloga rohypnol.  

*El nombre que aparece en este texto es de fantasía, resguardando la identidad según marca la ley. Al momento de cometer el delito, este joven era menor de 18 años. Según la leyes argentinas, los menores de esa edad no pueden ser imputados, pero sí permanecen bajo un régimen de custodia judicial, a cargo de un juez de menores. En la provincia de Córdoba, a diferencia de otras jurisdicciones, funcionan instituciones a cargo del Poder Ejecutivo que mantienen a los jóvenes en conflicto con la Justicia bajo un contexto de encierro. El Gobierno, en este caso, toma la responsabilidad de los cuidados y de la reinserción de ese adolescente en la sociedad. El artículo 18 de la Constitución Nacional reza: «Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que lo autorice».


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